Esa Camiseta
Salía al balcón y me imaginaba a los vecinos cantándome “Esa Camiseta No La Merecéis” cual afición exigente en, qué sé yo, Mestalla.
El sonido del timbre me dio un susto breve y con final feliz. Como cuando tu portero detiene un penalti y aquí no ha pasado nada. Bajé las escaleras, sí, de dos en dos. Sin dirigirme la mirada, la repartidora me entregó una dosis de felicidad con mangas y publicidad estampada. Su estricta aplicación de la distancia social me dejó sin palabras y con las ganas de preguntarle por su salud y la de los suyos. Así lo había planeado en las semanas de dudas morales que transcurrieron desde que pedí mi regalo.
Aquella escena de mecánica frialdad me recordó a las no celebraciones de Balotelli. Un cartero que hace su trabajo, me dije subiendo de vuelta a casa. No sé. Ya no nos acordamos, pero corrieron ríos de tinta sobre el comportamiento en cuarentena. Se escribió tutto e il contrario di tutto: comprar estaba mal, ya que exponía a los repartidores, pero no hacerlo les dejaba sin trabajo.
Así que uno no sabía qué hacer o sentir.
Los coleccionistas tenemos asumido que no hay suficientes ocasiones sociales para lucir siquiera un tercio del repertorio. Somos asimismo conscientes de no acumular bienes de primera necesidad. Perseguimos más la mera posesión que el ajuste de la prenda. Somos más Guardiola que Armani, más Setién que Amancio Ortega.
Echando la vista atrás, adquirir un trozo de tela supuso un necesario ejercicio de levedad. ¿Debí sentirme culpable? Y ensanchando el debate, ¿es moralmente cuestionable que el futbolero anhelase tanto su invento favorito? La respuesta a ambas podría ser un “no” firme, aunque sin alzar la voz. Tal y como Valerón declinaría una invitación a salir de farra. Ya no nos acordamos, pero fueron tiempos para imitar el perfil bajo de El Flaco, guardar silencio y no mandar callar al resto como hizo Ronaldo El Gordo en el Villamarín.
Con el dilema resuelto, abrí el paquete.
Cuando tuve por fin aquel bien de segunda o tercera necesidad entre mis manos, sentí que no es casualidad que el tejido ultraligero de las camisetas evolucione al ritmo de una sociedad de piel tan fina. Llegué a no distinguir un día de otro, como me ocurría con Robinho y el primer Marcelo, y resulta que fantaseaba con la rutina extraviada. Así somos, indignados y contradictorios.
Convendría, por tanto, aceptar que no pasa nada por echar de menos la pelotita cuando falta o concederse una frivolidad textil. Ya no nos acordamos, pero a todos se nos escapaba algún “cuando todo esto acabe” entre amigos.
Como el regreso de las ligas, también la entrega de mi felicidad con mangas se prolongó más de la cuenta. Tuve demasiado tiempo para ensayar preguntas postizas que no pude hacerle a la repartidora estricta. Hasta deseé la anulación del pedido. Por suerte no ocurrió. El timbre sonó y me llevé un susto. Mejor.
Cuando no sepas qué decisión tomar, lanza una moneda al aire y antes de que caiga descubrirás lo que ya sabías que querías.
Yo quería mi camiseta, aunque saliese al balcón e imaginase a los vecinos cantándome “Esa Camiseta No La Merecéis” cual afición exigente en, qué sé yo, Mestalla. Probablemente sí la merecía. Porque de la rutina lo que más echaba en falta era el fútbol. Y viceversa.
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Adaptación de un texto publicado en Sphera Sports en abril de 2020. Han pasado 3 años que parecen 3 décadas.